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Ni mis abuelos ni mis padres llevaron o llevan tatuajes. Cuando alguna vez se planteó la posibilidad entre mis hermanos y yo, o simplemente sacamos el tema, al margen de cuestiones estéticas e higiénicas -que siempre eran la primera línea de argumentación en contra-, inevitablemente mis padres hacían la siguiente consideración: no te señales. En mi familia una podía significarse políticamente y manifestar preferencia por algún partido o afiliarse, pero había dos cosas que no eran bienvenidas: declinar el ejercicio de la crítica y marcarse el cuerpo para siempre. No sabes si una marca va a servir para identificarte en un futuro, nos decían. Combativa, sí; comprometida, sí; marcada, no. Era algo así como facilitar las cosas al enemigo. Mis padres son de la generación silenciosa, la que nació a finales de los cuarenta o principios de los cincuenta, en una dictadura en la que significarse era un problema y ser fácilmente reconocible, también.
En los noventa yo no tenía ganas de hacerme un tatuaje, pero tampoco tenía miedo. Los de la llamada Generación X habíamos nacido en un espacio cambiante, en el que el futuro brotaba entre los escombros de la autarquía, rodeados de leche en polvo y papel higiénico El Elefante, y tomaba forma en medio de crisis económicas y de principios, de renuncias en favor del bien común, de trampas al solitario de la democracia, de silencios en los cuartos de estar con mesa camilla y brasero y paño de ganchillo bajo el cristal bajo el plástico protector. Una España que, como todas las sociedades, cambiaba de forma dispar en el tiempo y el espacio geográfico. Fuimos esos de los que se decía que no tenían inquietud ninguna, indeterminados, indescifrables, inermes, hastiados de todo sin haber vivido nada; Kurt Cobain llevaba un jersey raído y los vaqueros rotos, y Mañas nos había sacado del Kronenburg para exponer nuestras entrañas desclasadas al sol. No sabíamos qué queríamos en la vida; eso decían. Pero mientras se decía eso -aunque ya no había grises a caballo- íbamos a manifestaciones, montábamos asociaciones, participábamos en ONGs, acampábamos en la Castellana para reclamar el 0,7 del PIB para cooperación internacional y estudiábamos. Ya no había heroína o mucho menos, pero empezaban a hacerse populares las pastillas de colores y con dibujitos, y había cocaína y alcohol, mucho alcohol; no todo era perfecto. Nada lo es, nunca.
No podemos permitirnos la autocensura y el silencio. No podemos permitirnos la inacción. Ninguno tenemos la piel desnuda
En ese país proteico había personas con tatuajes, pero no era algo generalizado; aún no habían llegado al fútbol convirtiéndose en señal de…, no sé de qué, la verdad; el estatus es un concepto que tiene muchos matices. El mundo no era un lugar más amable que ahora, aunque Europa sí era un espejismo eficaz. Es curioso, ahora que por fin sí hay una infraestructura europea, un andamiaje -aunque tenga muchas lagunas-, o quizá porque lo hay, reaparecen los fantasmas que nunca se fueron; de igual manera que el racismo arremete contra la idea del fenotipo, el machismo contra la libertad de las mujeres, los aranceles contra el estado del bienestar, los nacionalismos imperialistas avivan el fuego del miedo a opinar. Ya no hace falta un tatuaje bajo la piel, tenemos otra marca compuesta de datos, expuesta, en manos privadas que la compran y la venden, bajo el foco de cualquiera que quiera y pueda mirar.
También llevamos esa marca en el bolsillo y no es privada. La ley federal permite a los funcionarios del Gobierno de USA registrar nuestros dispositivos electrónicos y móviles, como le ocurrió hace poco a un ciudadano francés que fue finalmente expulsado del país. La arbitrariedad en el uso de la autoridad y los consecuentes abusos ya no son patrimonio de repúblicas bananeras, o no lo son de forma más evidente; tal vez la cuestión sea que ahora esos abusos nos alcanzan y nos limitan a quienes en los últimos cincuenta años hemos transitado el mundo como si fuera nuestro, sin barreras que el dinero y un pasaporte occidental no pudieran rebasar, mientras amurallábamos literal y istrativamente nuestras propias fronteras. Y deberíamos ser prudentes en el análisis de esta situación: sigue sin ser lo mismo un registro de tus fotos y tus opiniones en redes sociales que una concertina o quince kilómetros lineales de mar convertidos en laberinto y cementerio.
Sin embargo, la capacidad de algunas democracias para minarse desde dentro de sí mismas -la estadounidense, la húngara, la argentina-, y la normalización que proyectan en sesión continua de su derrumbe, socavando global, legal e ideológicamente los derechos civiles y los derechos humanos de sus ciudadanos y de quienes no lo somos, debe alertarnos y hacernos más combativos. No podemos permitirnos la autocensura y el silencio. No podemos permitirnos la inacción. Ninguno tenemos la piel desnuda.