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domingo. 08.06.2025
TRIBUNA DE OPINIÓN

¡Señor!, hábleme en español

Llamar al castellano “español” puede parecer inofensivo pero en ciertos contextos es un acto cargado de intencionalidad.
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Conferencia de Presidentes celebrada en Barcelona.

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Artículo 3 de la Constitución Española

El castellano es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla.
Las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas Comunidades Autónomas de acuerdo con sus Estatutos.
La riqueza de las distintas modalidades lingüísticas de España es un patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y protección.


El presidente de la Generalitat de Catalunya y el lehendakari del Gobierno Vasco se dirigieron ayer a sus homólogos autonómicos utilizando el catalán y el euskera durante la Conferencia de Presidentes celebrada en Barcelona. Un acto que, en cualquier democracia madura, debería interpretarse como una expresión natural del pluralismo lingüístico de un país con realidades diversas. Sin embargo, la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, decidió abandonar la sala en señal de protesta. Según declaró más tarde, “hay que hablar en español para entendernos todos”.

Detengámonos un momento. ¿A qué se refiere exactamente la señora Ayuso cuando dice “español”? ¿Al castellano? ¿Y por qué ese nombre excluye automáticamente al catalán, al gallego o al euskera, cuando también son lenguas españolas según la Constitución?

Utilizar el término “español” como si fuera el único idioma nacional no solo falsea la realidad, sino que borra del mapa a millones de ciudadanos que nos expresamos en otras lenguas

Llamar al castellano “español” puede parecer inofensivo —incluso correcto, si uno lo entiende como sinónimo en el uso común—, pero en ciertos contextos es un acto cargado de intencionalidad. Utilizar el término “español” como si fuera el único idioma nacional no solo falsea la realidad, sino que borra simbólicamente del mapa a millones de ciudadanos que nos expresamos habitualmente en otras lenguas también oficiales del Estado.

Paradójicamente, en el otro extremo —al menos en Catalunya, no sé si también en Euskadi o Galicia—, los sectores independentistas han adoptado esa misma lógica para marcar distancias: nunca dicen “castellano”, siempre dicen “español”, reforzando así la idea de que el catalán (o el euskera o el gallego) no lo es. Ambos extremos se necesitan y se retroalimentan, y ambos fallan en lo esencial: reconocer la convivencia de lenguas no como un problema, sino como una riqueza compartida.

La Constitución Española de 1978 fue muy clara en este punto. En su artículo 3, que encabeza este texto, establece que el castellano —repitamos: castellano— es la lengua oficial del Estado, pero también reconoce la oficialidad de las demás lenguas españolas en sus respectivos territorios. Y va más allá: califica esta diversidad como un “patrimonio cultural” que merece especial respeto y protección. ¿No es eso precisamente lo que hicieron ayer los presidentes de Euskadi y Catalunya? ¿Respetar su lengua? ¿Proteger su uso público en un foro institucional?

El gesto de hablar en catalán o en euskera no es una provocación sino un ejercicio legítimo de pluralidad

El gesto de hablar en catalán o en euskera no fue una provocación, ni una afrenta a la dignidad —como trasladó la presidenta de la Comunidad de Madrid—, sino un ejercicio legítimo de pluralidad. Negarlo o rechazarlo por sistema es una forma de encubrir una concepción excluyente de lo español: una visión monocroma que equipara unidad con uniformidad y que teme cualquier matiz.

Es cierto que las lenguas pueden separarnos si se utilizan como armas, que es exactamente lo que hizo ayer Ayuso. Pero también pueden acercarnos si se entienden como puentes. La concordia lingüística no se construye con imposiciones, sino con respeto mutuo. No se trata de obligar a nadie a hablar catalán en Madrid, ni a defender el euskera en Andalucía. Se trata de reconocer que todos esos idiomas también son españoles, porque lo son sus hablantes. Se trata de que una presidenta autonómica no sienta que se le falta al respeto cuando alguien se expresa en su lengua materna dentro del marco legal e institucional.

El conflicto lingüístico no nace de las lenguas, sino de su manipulación política

El conflicto lingüístico no nace de las lenguas, sino de su manipulación política. Por eso resulta tan preocupante que, en lugar de normalizar lo que debería ser normal —como el uso del catalán o el euskera en una conferencia estatal—, se utilice el idioma como pretexto para escenificar agravios interesados y practicar un populismo de corto vuelo buscando el rédito electoral.

Hace falta, todavía, mucha pedagogía de la convivencia lingüística. Necesitamos líderes que no huyan de una sala cuando escuchan una lengua diferente, sino que se esfuercen por comprender el contexto, el mensaje y lo que representa. Incluso —no estaría de más— que hicieran un pequeño esfuerzo por aprenderla. Y entender que el pluralismo no debilita la nación: la enriquece.

En este clima interesadamente polarizado, en el que se ha demostrado rentable electoralmente agitar identidades, conviene recordar lo obvio: hablar catalán, gallego o euskera no te hace menos español, ni hablar castellano te convierte en el guardián exclusivo de esa identidad.

Quizás algún día, cuando alguien diga “Señor, hábleme en español”, podamos responder con una sonrisa:

“Claro. ¿En cuál de ellos prefiere que le hable?”

¡Señor!, hábleme en español