
La esperanza de un futuro mƔs luminoso no puede ser puramente contemplativa, sino que hay que cimentarla con batallas cotidianas contra los ataques feroces del capitalismo financiero
En el polvo provocado por este derribo, en el que se amontonan los escombros de un estado de bienestar (mĆ”s o menos desarrollado) que creĆmos haber conquistado como seƱa de una cultura socialdemócrata, es difĆcil mirar al futuro. Los ojos se llenan de arenilla y el horizonte se oscurece. Crece el miedo ante el riesgo impredecible que nos amenaza globalmente (Ulrich Beck). Renunciamos a nuestra libertad a cambio de una seguridad policial que nos convierte, cada dĆa con mayor fuerza y velocidad, en sĆŗbditos, que no ciudadanos. SĆŗbditos mudos y resignados, no por imposición de los lĆderes polĆticos, afónicos y ciegos en su mayorĆa, ni de nuestros gobiernos formalmente democrĆ”ticos, sino de los poderosos mercados, de los bancos. Nuevos amos en un mundo globalizado, porque con nuestros votos cada cuatro o seis aƱos damos el poder a los polĆticos que elegimos para gobernar paĆses y ciudades y estos polĆticos malvenden el poder que les otorgamos a los bancos a bajo precio, en antros oscuros. Sin darnos cuenta, con nuestros votos estamos dando el poder a los bancos.
Con el derribo del estado de bienestar se destruyen nuestros derechos sociales, conquistados en una dura batalla de al menos dos siglos; se destruye nuestra dignidad y, al fin, se destruye la propia democracia.
En este ambiente, en este panorama sin horizonte, no somos capaces de pensar, aspirar y proponer un futuro esperanzador que nos dé fuerzas para salir de la agobiante atmósfera que respiramos. Un proyecto de una sociedad que no sea constreñida por el miedo global, por la pérdida del trabajo, de la enseñanza, de la protección en la vejez o la hecatombe climÔtica. Un futuro mÔs justo y solidario, es decir, una democracia real, representativa y participativa a la vez, en la que de nuevo nos sintamos y actuemos como ciudadanos que han recuperado la palabra y la esperanza.
Frente a este horizonte oscuro y duro como un muro de hormigón, aƱoramos y volvemos la vista hacia un pasado no muy lejano (apenas unas dĆ©cadas) en el que, al menos en Europa, pudimos sentirnos protegidos frente a los riesgos que nacen de una sociedad imperfecta, tales como el paro, el desahucio, la vejez empobrecida, la educación o la sanidad privatizadas. Protegidos frente a un capitalismo agresivo (o, si prefieren edulcorar esta palabra, llamĆ©mosla āsociedad de mercadoā) que trasforma implacablemente nuestros derechos sociales, nuestros servicios pĆŗblicos, en una mercancĆa, en materia de negocio económico.
AƱoramos un mundo regido por una cultura socialdemócrata, que iba extendiĆ©ndose y consolidĆ”ndose en nuestro entorno mĆ”s próximo. Una socialdemocracia acosada y combatida desde la izquierda radical, degradada como una componenda burguesa que impedĆa una autĆ©ntica revolución anticapitalista. Pero frente a ese desprecio, podemos reclamarla hoy como la Ćŗnica utopĆa realizada y aĆŗn realizable en una sociedad avanzada tĆ©cnica y culturalmente y calificarla como una revolución capaz de civilizar la relación ricos-pobres, capital-trabajo. Su carĆ”cter de autĆ©ntica revolución lo podemos afirmar hoy cuando somos testigos de la ofensiva a muerte contra ella, desencadenada por el capitalismo dirigido por un neoliberalismo salvaje que se impone como pensamiento Ćŗnico a lo ancho y largo del planeta Tierra.
Cuando Lula triunfa en Brasil, una viƱeta del Roto retrata a dos ricachones fumando hermosos puros. Le cuenta uno al otro āāEn Brasil han elegido Presidente a un tĆo que dice que quiere que todo ciudadano tenga garantizadas tres comidas al dĆaāā a lo que contesta el otro āāHay que matarloāā (con palabras parecidas). La propuesta de Lula era autĆ©nticamente revolucionaria.
Para dar solvencia a mi afirmación de que la socialdemocracia y su concreción en el estado de bienestar supuso y sigue siendo una revolución, tomo prestadas unas lĆneas de Manuel Castells. Revolución, āfuerte palabra, evocadora de destrucción y violencia. Y, sin embargo, tĆ©cnicamente hablando, una revolución polĆtica es el proceso de cambio estructural de las formas de gobierno por caminos no previstos institucionalmente. Frecuentemente con acciones pacĆficas, aun con episodios de violencia aisladaā. En un proceso revolucionario, entendido asĆ, fueron conquistĆ”ndose derechos sociales y servicios pĆŗblicos por parte de la llamada clase obrera, hoy población asalariada. El desmantelamiento de estas conquistas es el objetivo de la actual ācontrarrevolución capitalistaā.
Ataque que amenaza ser exitoso cuando vemos desmantelar, ante nuestros ojos apĆ”ticos, todas y cada una de las conquistas sociales que hemos llamado estado de bienestar. La ausencia de un proyecto, de una convocatoria social capaz de abrir una ventana en este oscuro horizonte, obliga a la bĆŗsqueda de un posible futuro volviendo la mirada hacia un pasado mĆ”s justo, aĆŗn próximo y todavĆa viable. No se trata de aƱorar una lejana edad de oro como los discursos de nuestros clĆ”sicos o los regeracionistas historicistas, sino de buscar un punto de apoyo que nos impulse hacia un maƱana. Nuestro mejor futuro es nuestro buen ayer.
Escribo estas lĆneas a la vez que leo en El PaĆs (06-09-13) el rescate de la generación beat, con Kerouac como mascarón de proa, aĆŗn realidad excitante para una nueva generación de escritores, que son capaces de afirmar: ālos beats no estĆ”n detrĆ”s de nosotros: Ā”estĆ”n por delante!ā.
La socialdemocracia europea que se consolida en muchos paĆses, con mayor o menor amplitud y fuerza, en un periodo de tiempo que se extiende desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta los aƱos ochenta del pasado siglo, cuando se inicia la ofensiva neoconservadora dirigida por la pareja Thatcher-Reagan, podemos considerarla hoy como un āperiodo clĆ”sicoā. Aplicado al arte, clĆ”sica es aquella obra que se singularizó como excelente en su momento y asĆ fue reconocida y valorada por la sociedad de su tiempo y que hoy todavĆa sigue viva y nos sirve para interpretar y trasformar nuestro presente. No es mal camino recuperar un clĆ”sico que nos sirva de guĆa, mientras esperamos la aparición (con nuestro compromiso y trabajo) de un nuevo paradigma, una nueva utopĆa igualmente revolucionaria, que anuncie el próximo nacimiento de un mundo mĆ”s libre e igualitario. MĆ”s feliz. Una esperanza que cobra fuerza y credibilidad si valoramos los grandes movimientos de los āindignados del mundoā, en la Puerta del Sol o en Wall Street, la Plataforma de Afectados por la Hipoteca, la VĆa Campesina y las mĆŗltiples āprimaverasā ricas en un inicial entusiasmo democrĆ”tico y contradictorias en sus primeras conquistas, como germen de unas nuevas formas de lucha polĆtica que supere los ensimismados y apĆ”ticos partidos tradicionales, alumbrando nuevos mecanismos y nuevas organizaciones sociales capaces de reconducir y revitalizar la democracia.
Pero no basta con esperar la aparición de nuevos paradigmas y movilizaciones sociales en un futuro diluido en el tiempo. Es urgente y necesario actuar hoy mismo, con las armas de las que aĆŗn disponemos y oponerse con fuerza, frenar la progresiva privatización y el desmontaje de derechos y servicios sociales que habĆamos conquistado. Como bien argumenta el Tribunal Superior de Justicia de Madrid, al paralizar el proceso de privatización de los hospitales, por el bien de la sociedad no se puede permitir el desmantelamiento de la salud, la enseƱanza, la vivienda, etc. creando una situación irreversible, que harĆa imposible la recuperación del estado de bienestar en un futuro mĆ”s o menos próximo. Hacer realidad el artĆculo 1Āŗ de nuestra Constitución: un Estado social y democrĆ”tico de Derecho.
La esperanza de un futuro mĆ”s luminoso no puede ser puramente contemplativa, sino que hay que cimentarla con batallas cotidianas contra los ataques feroces del capitalismo financiero. Es necesaria una revolución polĆtica y Ć©tica.