La joven a la que no dejan morir (cuando el dolor ajeno se convierte en campo de batalla ideológica)
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Hay dolores que no se ven, pero que consumen, y hay decisiones que, lejos de aliviar, agravan la herida. Este es el caso de una joven española cuya petición legal para acceder a la eutanasia ha sido frenada —injusta y dolorosamente— por una combinación de coacciones familiares y maniobras judiciales alentadas por sectores ultracatólicos.
Esta mujer, con un diagnóstico irreversible y un sufrimiento constante que ha sido su muerte en casos de padecimiento grave, crónico e imposibilitante. Los informes médicos han ratificado que la joven tiene pleno uso de sus facultades mentales y cumple las condiciones establecidas. Sin embargo, lleva más de ocho meses esperando para poder actuar, en base a un derecho que ya le fue reconocido legalmente y no puede llevar a término por la obstinación y el fanatismo de sus padres, que confunden el amor que sienten por su hija con la presión moral a la que la someten en base a una severa creencia religiosa. Es por ello que la causa de la suspensión de la eutanasia de su hija no es médica, ni legal, sino política, religiosa y emocional.
El padre tomó la decisión de recurrir judicialmente el proceso, apoyado por la organización ultracatólica Abogados Cristianos
El padre —severamente contrario a la eutanasia por motivos religiosos— tomó la decisión de recurrir judicialmente el proceso, apoyado por la organización ultracatólica Abogados Cristianos, un grupo que ha logrado lo que debería ser inisible en un Estado de Derecho: judicializar una decisión profundamente íntima, legítima y avalada por los protocolos médicos.
Pero aún más preocupante es la denuncia de la propia joven, quien afirma estar siendo coaccionada por personas y grupos católicos para que desista de su decisión. Todo ello lleva implícito que algo que debería ser un proceso sereno, respetuoso y privado, se haya convertido en un campo de batalla simbólico donde su cuerpo y su voluntad de dejar de sufrir han quedado atrapados entre la legalidad y la teología.
Aún más preocupante es la denuncia de la propia joven, quien afirma estar siendo coaccionada por personas y grupos católicos para que desista de su decisión
Surge así la disyuntiva de quién está investido de poder para decidir sobre el sufrimiento ajeno. Este caso no es solo un conflicto entre una persona y su familia, o entre una ciudadana y un grupo de presión religiosa, sino también el espejo de una sociedad que tolera que convicciones personales —por muy legítimas que sean para quien las sostiene— se impongan por encima de los derechos ajenos.
Ni la eutanasia es obligatoria, ni nadie está obligado a recurrir a ella. Pero impedirla a quien la solicita, cumpliendo con todos los requisitos legales, es imponerle una prolongación del sufrimiento. ¿Qué derecho tiene nadie para convertir el dolor físico y emocional de alguien en un estandarte moral? ¿Qué libertad se protege cuando se obliga a vivir a un ser humano que ya no puede aguantar más sufrimiento?
Este caso pone en evidencia los límites reales que dificultan el a la eutanasia en España. Aunque la ley existe y establece mecanismos rigurosos para proteger tanto la autonomía del paciente como la seguridad del proceso, la intervención de actores externos es capaz de bloquearla de facto, circunstancia que crea el precedente gravísimo de ciudadanos que, cumpliendo la ley, se les niega su aplicación efectiva.
Ni la eutanasia es obligatoria, ni nadie está obligado a recurrir a ella. Pero impedirla a quien la solicita, cumpliendo con todos los requisitos legales, es imponerle una prolongación del sufrimiento
En medio de este drama humano, hay algo esencial que se ha perdido: la voluntad y la voz de la propia joven. Ella ha hablado con claridad, ha reafirmado su voluntad, ha soportado exámenes médicos y procedimientos institucionales sin precedentes. Y en todo momento ha demostrado una lucidez que quienes bloquean su libertad y sus derechos no parecen dispuestos a reconocer. Así, se da la absurda situación de que
en nombre de valores abstractos, unos fanáticos religiosos esten dispuestos a prolongar el dolor real de los demás en base a una defensa de la vida que niega toda dignidad a la muerte cuando esta es el último acto de compasión y respeto por la libertad individual.
Ojalá este país tenga el coraje de ponerse del lado de quien ya no quiere luchar más, no por falta de fuerza, sino por exceso de dolor. Porque vivir no puede ser una condena. Y morir dignamente, cuando todo ha sido dicho y todo ha sido sentido, debería ser un derecho sagrado, no un campo de batalla ideológica.
El amor mal entendido puede hacer daño, y es especialmente doloroso cuando quienes lo ejercen son los propios padres
Cabe preguntarse sin ambages, hasta qué punto puede tolerarse que alguien, por el hecho de ser progenitor, niegue derechos fundamentales a una persona adulta, plenamente consciente, y que está padeciendo un sufrimiento irreversible avalado por comités médicos. El amor paternal no puede ser excusa para el secuestro emocional. Tener una hija no convierte a nadie en su dueño.
A veces, el amor mal entendido puede hacer daño, y es especialmente doloroso cuando quienes lo ejercen son los propios padres. La joven que lleva meses esperando la eutanasia —a pesar de cumplir con todos los requisitos médicos y legales— no sólo sufre una enfermedad irreversible, sino también una forma insidiosa de violencia emocional por parte de unos padres que, creyendo protegerla, se niegan a aceptar su voluntad sin tener en cuenta que una hija no es propiedad de sus progenitores. No es una prolongación de los propios miedos ni un recipiente de las creencias ajenas. Ser padre o madre no otorga derecho alguno sobre la libertad más íntima de otro ser humano para decidir sobre su propio cuerpo, su sufrimiento, su vida… y su muerte. Ante las denuncias de presiones, es hora de preguntarse seriamente si aquí no se está incurriendo en coacciones punibles o incluso en un tipo de maltrato emocional.
Defender el derecho a morir dignamente no es estar en contra de la vida. Es estar a favor de la libertad. Incluso —sobre todo— cuando esa libertad no coincide con nuestros deseos.