TRIBUNA DE OPINIÓN

Feijóo no lidera: agita, improvisa y se esconde tras pancartas

Lo de Feijóo ya no es tibieza: es ausencia. Es la suma exacta de impotencia, cálculo electoral y una alarmante falta de carisma.

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Este domingo el Partido Popular vuelve a salir a la calle. No lo hace para defender derechos, ni por una causa social, ni siquiera para celebrar un hito democrático. Lo hace para insistir, una vez más, en la idea de que España vive atrapada entre dos polos irreconciliables: “mafia o democracia”. Ese es el lema elegido. Y conviene no pasarlo por alto.

Porque no se trata solo de una consigna. Es un marco político que degrada la conversación pública. Equiparar al Gobierno legítimo del país con una estructura mafiosa no es una crítica: es una deslegitimación. Es sembrar la idea de que cualquier decisión institucional, cualquier discrepancia, cualquier negociación política que no encaje en el relato del PP, debe ser entendida como una amenaza existencial a la democracia. Es, en definitiva, otra vuelta de tuerca en la lógica del “todo vale”.

El detonante inmediato de esta nueva concentración es el caso de Leire Díez, una militante socialista que, según grabaciones recientemente difundidas, habría solicitado información comprometedora sobre un mando de la Guardia Civil. Las declaraciones públicas del PP han multiplicado el escándalo por diez, hablando de corrupción policial, chantajes, encubrimientos, incluso vídeos sexuales. ¿La conclusión? Salir a la calle. No para exigir una investigación judicial, no para reclamar responsabilidades concretas, sino para convocar una manifestación general contra el Gobierno. Otra más.

Hay algo inquietante en esta mecánica: la inercia de la agitación. La oposición ya no se organiza alrededor de una propuesta alternativa, sino de la indignación constante

Hay algo inquietante en esta mecánica: la inercia de la agitación. La oposición ya no se organiza alrededor de una propuesta alternativa, sino de la indignación constante. No hay espacio para los matices ni para la institucionalidad. Si una militante comete una irregularidad, el Gobierno entero es una mafia. Si una ley no gusta, hay que tomar las plazas. Si se pierde una votación, se convoca una protesta. Todo se traduce en enfrentamiento, todo es combustible para la calle. La política convertida en mitin eterno.

Que haya voces críticas incluso dentro del PSOE o entre sus socios no prueba la corrupción del Gobierno. Prueba, más bien, que en el campo progresista sí existe un mínimo sentido de responsabilidad institucional. Lo que ha hecho Emiliano García-Page —pedir medidas internas y legales contra la implicada— es precisamente lo que cabe esperar en una democracia sana. Pero para el PP, ese tipo de respuestas no bastan. Porque el objetivo no es resolver un problema, sino amplificarlo. Usarlo como palanca para reforzar un marco: el del colapso moral del adversario.

Por supuesto, no es la primera vez. Desde el inicio de la legislatura, el PP ha protagonizado una cadena de movilizaciones —Felipe II, Templo de Debod, Plaza de España…— que han ido mutando según el escándalo de turno: la amnistía, los pactos con partidos independentistas, ahora la supuesta trama de “fontaneros” en Ferraz. En todas ellas, el patrón es el mismo: un hecho real o presunto, inflado mediáticamente, convertido en símbolo de decadencia institucional, y coronado con una llamada a las calles.

Hay una enorme diferencia entre exigir justicia y exigir elecciones cada vez que aparece un titular incómodo

¿Significa esto que no deba haber crítica? En absoluto. Cualquier conducta delictiva, venga de donde venga, debe ser investigada y sancionada. Pero hay una enorme diferencia entre exigir justicia y exigir elecciones cada vez que aparece un titular incómodo. Entre pedir explicaciones y pedir cabezas. Entre hacer oposición y empujar al país a una crisis política perpetua.

El PP no propone hoy un modelo de país. Propone una batalla. Y como en toda batalla, la complejidad es descartada. No se trata de buscar salidas, sino de marcar enemigos. Mafia o democracia. Blanco o negro. Ellos o nosotros.

Y al frente de esa polarización estéril, una presidenta autonómica que convierte la diversidad lingüística en provocación; que convierte los foros institucionales en platós y los desacuerdos en performance. Ayuso no se marcha de las reuniones por oír euskera: se marcha porque no soporta lo que simboliza una España plural, compleja y dialogante. La suya es una cruzada contra el matiz, contra el acuerdo, contra cualquier idea de país que no encaje en su monocultura política. Y ahí está el peligro: en que lo que en otros países se considera extremismo, aquí se normaliza como estilo de liderazgo.

Lo de Feijóo ya no es tibieza: es ausencia. Es la suma exacta de impotencia, cálculo electoral y una alarmante falta de carisma

Todo ello bajo la batuta de un líder de la oposición que no lidera nada, que va a remolque del titular del día, que lanza convocatorias a ciegas y acepta sin pestañear el peaje de gobernar con quienes niegan la violencia machista, desprecian a los migrantes y blanquean el franquismo. Lo de Feijóo ya no es tibieza: es ausencia. Es la suma exacta de impotencia, cálculo electoral y una alarmante falta de carisma.

Y así vamos: entre la sobreactuación de unos y la vacuidad de otros, entre manifestaciones sin proyecto y discursos sin país. Mientras tanto, la ciudadanía —la real, no la de las pancartas— sigue esperando algo que se parezca mínimamente a la política.